jueves, 11 de junio de 2015

3 horas, dos días, unos minutos

Recorrimos calles
incrustando nuestras huellas
en el asfalto
dejando
nuestra risa
hilada en las fachadas
de indiscretos edificios.
Conquistamos bancos,
robando las astillas
de miles de pares
de antiguos enamorados.
Y luego caí,
me quedé comiéndome el asfalto
que antes habíamos pisado,
y rasgando con las uñas
la pintura de todos los bancos
donde nos habíamos comido la vida,
y me tuve que levantar,
mirando arriba,
llenándome el pecho de nubes,
agarrándome a un sueño,
que a veces se quiebra,
y me quedo recogiendo
los pedazos
sobre el frío yeso,
que ha visto tantas cosas,
que calla por no hacernos llorar.
Todo vino de golpe,
me despeinó hasta la más
pequeña fibra de mi cuerpo,
por primera vez
quise llorar en un teatro,
pero me armé,
de valor
fuerza y corazón,
me coloqué una nariz imaginaria,
endulce los vocablos
y cacé las risas
para guardarlas.
Me llené los labios
de miradas,
aparté las burbujas y las ganas,
y volvimos a pisar,
a más de un metro de distancia,
a un minuto de espera,
y el eco de mi risa
se hundió
donde nuestras huellas
pisaron.
Y mi cabeza se desordenó,
las gavetas se llenaron
de ropa sucia,
de memoria sucia,
todos mía órganos
se encogieron
y se expandieron a la vez,
porque desaprendí
el número de letras
que cargan un te olvido,
y las tes,
las cus
y todas su vocales
se dedicaron a dar saltos mortales,
joder,
no tenía paracaídas
ni paraguas,
ni un ligero bastón,
las onomatopeyas fueron
el único sonido,
volviendo a tener frío en verano
y deseando llenar
mis manos de inviernos.
Empapelaría
mis labios de negro,
escribiría,
mil cartas sin remite,
y moredería las ganas
con tanta furia
que acabaría de golpe
con todas las estaciones.
Vivo en una novela infantil,
o en un cuento adolescente,
o en un poema lleno
de cenizas.
Canto a medio pulmón,
y escribo
para no asfixiarme.
Le pongo precio a mis heridas,
y no paro
de lamer mis cicatrices,
antes tenía miedo de
que no me amasen,
ahora tengo miedo
de no saber amar.

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